Columnas
Una de las características que nos definen como gobernados, espectadores y lectores, es la fascinación por la información cuantitativa. La estadística, las escalas de razón, las gráficas de pie o cualquier cosa que nos permita poner al lado de un juicio de valor, un número, nos deja tranquilos respecto de nuestro espíritu crítico y racionalidad para formarnos opiniones. Es, obviamente, un espejismo, una mezcla de pereza y autoengaño, porque los números, por sí solos, nunca hablan, no dicen nada acerca de nada; lo que les da sentido es la interpretación, y esa, por definición, no puede ser también cuantitativa (es decir, no se puede interpretar una cifra, simplemente, con otra).
Hace más de 50 años, Darrel Huff publicó un libro muy interesante, sobre cómo mentir con estadísticas. Para efectos de nuestro texto, baste decir que la primera lección que aprendió al hacer el estudio fue que los encuestados mienten, sobre todo cuando creen que la pregunta involucra un juicio sobre sí mismos, sobre su sofisticación, respetabilidad social o algo semejante. En pocas palabras, a nadie le gusta admitir, así sea de forma anónima, que no lee nada, que le interesa más las telenovelas que las elecciones o que le gustaría, más que tener un buen carro, que el vecino tuviera uno peor. Porque es vergonzoso.
El INEGI acaba de sacar un estudio interesante, el Módulo Básico de Bienestar Autorreportado (BIARE Básico). Este ofrece información sobre la situación del bienestar subjetivo en México, a partir de indicadores de bienestar autorreportado de la población adulta que reside en el ámbito urbano. El indicador de balance anímico general de la población se construye con base en los estados de ánimo que las personas experimentaron el día anterior a la entrevista. Este balance se expresa en valores positivos y negativos, en un rango de -10 a 10.
Entre los hallazgos interesantes, destaca que la población adulta se identificó más con: soy una persona afortunada, soy libre para decidir mi propia vida y lo que hago en mi vida vale la pena, cuyo promedio fue 9.1; 7 % de la población adulta se considera insatisfecha o poco satisfecha con la vida; 44.9 % de la población adulta se encuentra moderadamente satisfecha; el 48 % de población adulta está satisfecha con la vida. En cuanto a la satisfacción de dominios en específico (relaciones personales, vivienda, actividad u ocupación, logros en la vida, satisfacción con las perspectivas a futuro, el estado de salud y tiempo libre), se desprende que los hombres reportaron mayores promedios positivos que las mujeres, excepto en la satisfacción con los logros en la vida.
Los indicadores subjetivos son útiles, en primer lugar, para contrastarlos con otros datos de percepción, porque eso dice mucho de nuestra cultura política e idiosincrasia. 93% de la población adulta está “satisfecha con la vida”, pero eso contrasta con las percepciones concretas sobre situación económica, inseguridad y otros. De hecho, algunos, como la confianza del consumidor y el consumo en general, se comportarían de manera muy distinta si efectivamente la gente fuera tan feliz como dice.
Lo que este instrumento muestra, entre otras cosas, es la dificultad que tienen los mexicanos para reconocer que son infelices, que viven estresados, o, sobre todo, que no se sienten libres para decidir sobre su propia vida. Sin embargo, lo que vemos en el entorno (en cualquier entorno) son personas estresadas, insatisfechas o simplemente resentidas. Algo no cuadra. Quizás reconocer cualquiera de esas cosas es visto, por los mexicanos, como un signo de debilidad. En eso sí somos muy latinos. O a lo mejor sí somos todos muy felices. Qué se yo.