Asegurar públicamente que un gobierno no es uno más, sino una Revolución (con r mayúscula) simboliza sin duda el advenimiento de una nueva era nacional. La idea de una revolución a fin de cuentas es pensar que todo se puede reordenar, recomponer; es decir que ningún ámbito de la vida social quedará ileso.
La palabra revolución, además, tiene una fuerte carga ideológica. Los regímenes dictatoriales de derecha, al menos los que hemos conocido en las últimas décadas, son capaces también de intervenir en todos los espacios sociales pero jamás osarán decir que son una revolución.
Hay, sin duda, una cierta aura romántica cuando se dice, por ejemplo, que no quepan dudas, esto es una revolución.
A estas alturas del partido podríamos decir que dos revoluciones han atravesado la historia latinoamericana. La Revolución cubana de Fidel Castro marcó la segunda mitad del siglo XX y la Revolución Bolivariana de Hugo Chávez sigue siendo un signo distintivo en el transcurrir de dos décadas del siglo XXI.
Salvador Allende no aseveró, al menos no en público y de forma explícita que lo suyo era una revolución. Y más acá, en la historia latinoamericana, Rafael Correa si tuvo su corta Revolución Ciudadana en Ecuador. La Revolución Sandinista tuvo su auge y caída en pocos años. La presencia hoy en el poder de la pareja Ortega-Murillo es una suerte de correlato de aquella revolución que al verse derrotada en las urnas hizo popular la idea de la piñata, con el reparto de bienes y dineros públicos antes de entregar el poder a Doña Violeta de Chamorro.
“Dentro de la Revolución todo, fuera de la revolución nada”, le dijo un febril Fidel Castro a los intelectuales cubanos en 1961. Aquello devino, lo hemos sabido luego, en una suerte de pacto de silencio. Un modo de censura a veces sutil y las más veces brutal.
A la Revolución cubana sencillamente no se le podía criticar en público, aquello era darle argumentos al enemigo, al imperialismo. Y los que sobrevivieron y pudieron contarlo, hacerle críticas a Fidel en privado era como provocar a un toro bravío.
40 años después de la frase célebre de Castro, quien se consideraba su hijo político, Hugo Chávez decía en Caracas, en 2001, que lo suyo era “una revolución pacífica, pero armada”. Esa frase la repitió una y otra vez.
Y cada vez que el país se le alebrestaba decía que se tuviera cuidado, que la su revolución era armada, a fin de cuentas.
La bolivariana terminó siendo una revolución que permeó todo, no hay ámbito de la vida social que no haya sido afectado por lo que en su buena época se llamada “el proceso”. Venezuela es otra después de dos décadas de chavismo.
Se cambió a fondo y para peor, que no quepan dudas. Peor principalmente para las mayorías que hoy son más pobres que antes de conocer lo que significa una Revolución.
• Periodista e investigador de la Universidad Católica
Andrés Bello, en Caracas.@infocracia