De acuerdo con el discurso oficial, la reforma constitucional aprobada en septiembre del año pasado, pretende democratizar la justicia constitucional. Los impulsores del modelo sostienen que, ahora sí, la Corte actuará con una legitimación inédita que transformará la justicia en nuestro país. Más allá de la ideología política que subyace al nuevo modelo y de las razones encubiertas que le dieron origen, lo cierto es que la reforma no presenta un objetivo claro sobre cómo la reforma habrá de mejorar el desempeño de la SCJN.
Sin mayores modificaciones en la ingeniería del sistema de medios de control de constitucionalidad, la reforma judicial de 2024 se caracteriza por haber alcanzado una imagen clara de qué se desea que sea la Corte. El alto tribunal conservará su posición simultánea como uno de los poderes, al tiempo que árbitro entre los poderes, pero, sobre todo, tendrá una clara encomienda -derivada de las urnas- que habíamos creído desterrada con la reforma de 1994: acompañar -validar-, por el mandato popular, los actos públicos.
Aun cuando el nuevo modelo de designación de ministr@s busca una legitimidad de origen distinta del anterior, resulta innegable que el desarrollo y resultado de la elección judicial, sumados a la afinidad -expresa o tácitamente declarada- de al menos 7 de los 9 integrantes de la SCJN con la 4T, nos revelan un panorama en el cual pareciera que más que una Corte democrática, atestiguaremos un tribunal que podría comenzar -al menos en potencia- a fallar asuntos bajo una tendencia autoritaria y de desprecio a la legitimidad democrática sustantiva. La reforma trasluce la intención de la clase política para encontrar refugio en una Corte que se crea ex novo y que, se confía, podrá servir de órgano legitimador de la totalidad o de buena parte de las leyes y políticas públicas de los poderes y órganos públicos emanados de la 4T.
Desafortunadamente, la reforma no proyecta la intención del Poder Reformador de perfeccionar el sistema de control del poder como presupuesto constitucional para continuar con el proceso de democratización del sistema político mexicano que inició en 1976. Ni la lectura de la reforma ni el discurso político que la hanacompañado autorizan a entender que estamos ante un avance hacia la limitación del poder en resguardo de los derechos humanos y los principios constitucionales, sino por lo contrario, hacia una normalización de una sola visión política y la validación automática de los actos públicos, aun cuando resulten de dudosa compatibilidad democrática. La reforma no solamente no desterró los problemas de acceso a la justicia y algunas otras deficiencias del modelo surgido en 1994, sino que restauró el régimen de complicidad entre poderes que con tanto esfuerzo se quiso desmontar hace 30 años.
Obiter dicta.
Todo apunta a que a partir del 1 de septiembre seremos testigos de una SCJN ampliamente deferente con los Poderes Legislativo y Ejecutivo, como una señal de sensibilidad “democrática” del sistema, la cual estará apoyada, además, en la -fachada de- legitimidad conseguida en las urnas. ¿Será el resurgimiento de la lógica decisionista de las burocracias estatales en detrimento de los derechos humanos; de la consagración de la impunidad y prevalencia de los poderes públicos en agravio de los principios democráticos y republicanos; y en la degradación de la justicia constitucional a cómplice silencioso o, peor, grandilocuente, de ese proceso de degradación institucional?
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