Por Ricardo Burgos Orozco
Pocas ocasiones salgo los sábados o domingos a algún sitio por las noches, sobre todo porque la Ciudad de México dejó de ser tan segura como era hace algunos años y hay mucha gente en todas partes, pero ese día me habían invitado a cenar tres amigos periodistas de mi época de reportero de Deportes. Eligieron un restaurante yucateco en la calle de Chiapas, en la colonia Roma. Tomé el Metro en Zapata hasta Centro Médico, de la Línea 3; salí de ahí a caminar al lugar de la cita; no estaba lejos.
Llegué a las ocho muy puntual. Fui el primero que llegó. Mis compañeros tardaron unos minutos, pero al rato ya estábamos riendo y recordando muchas anécdotas del tiempo aquel de hace años. Como había comido muy temprano, tenía mucho apetito; primero pedí una sopa de lima, luego un tamal motuleño, puchero y cochinita pibil. Todo delicioso.
Me despedí de mis amigos alrededor de las once de la noche, caminé nuevamente hacia Centro Médico; ya estaba muy tranquilo de gente a esa hora, entré y me dirigí hacia el anden con dirección a Zapata, llegó el tren y me subí. Casi al llegar a Etiopía/Plaza de la Transparencia el vagón se detuvo y se fue la luz. Siempre que pasa eso en el Metro saco mi celular y me distraigo mientras se reanuda el servicio.
Pasaron varios minutos y seguíamos a oscuras; sólo alumbraban tenuemente algunas lámparas de afuera. Pasaron 30 minutos y no volvía la luz y seguíamos parados en el mismo sitio. Habíamos pocos usuarios en el vagón, sí acaso ocho o nueve pasajeros. Uno de ellos se levantó, estaba sentado como dormitando, era muy alto, casi de dos metros, se acercó a la puerta de salida, se veía preocupado. Volteó a verme y me preguntó con voz ronca si eso pasaba muy seguido. Le contesté que sí.
En medio de la oscuridad apenas veía su rostro, pero era alargado, pálido y sin ninguna expresión. No soy de los que se espantan tan fácilmente, pero su estatura y su figura me hicieron recordar al hombre vampiro que dicen anda por las estaciones buscando víctimas para chuparles la sangre, especialmente en Barranca del Muerto. El extraño personaje me volteó a ver y me comentó: vengo de una reunión en Cuatro Caminos; espero llegar a tiempo a Barranca del Muerto, adonde vivo.
La luz no regresaba y pasaban los minutos. Una señora se levantó muy inquieta y también me empezó a hacer plática. Me dijo que venía de la estación Niños Héroes, que trabaja de recamarera en el Hotel Posada del Sol. Perdone, pero ese lugar tiene cerrado muchos años, le comenté. Señor, yo soy recamarera de ahí; todos los días salgo a las 12, pero hoy salí más temprano, me insistió. Era una mujer muy delgada, pálida con ojeras pronunciadas y su peinado y su ropa parecían de los años sesenta.
Yo estaba cada vez más preocupado porque no regresaba la luz y no nos movíamos. Habían pasado ya 40 minutos y nada. Empezaba a darme claustrofobia; lo peor es que empecé a ver que por la pared del túnel caminaban tarántulas y viudas negras, eran muchas. Habían invadido el Metro y amenazaban con meterse al vagón.
Cerré los ojos y los abrí inmediatamente; estaba acostado en mi cama sudando y con un fuerte dolor de estómago. Todo había sido una pesadilla; me cayó de peso la cena yucateca de esa noche.