Columnas
La Corte Suprema de Estados Unidos resolvió que el expresidente Donald Trump tiene inmunidad absoluta contra el procesamiento penal por aquellas acciones de carácter oficial que llevó a cabo durante su mandato. De por sí los norteamericanos son un pueblo, por decirlo de algún modo, peculiar, porque no les importa gran cosa usar la tortura cotidiana ni la guerra “preventiva” como mecanismos legítimos de defensa contra peligros que pueden no existir, pero no soportan que un presidente tenga sexo con su becaria, o que su gran héroe de populismo peformativo, de entre todas las mujeres con las que se ha acostado, haya tenido también a una estrella porno. Ese puritanismo violento es muy anglosajón, compartido con los británicos.
Lo que esta decisión de la corte implica, a corto plazo, es fácil: Donald Trump, quien va a la cabeza en las encuestas electorales, podrá competir en las elecciones sin mayor problema, y cuando gane, se podrá él mismo indultar de lo que haga falta, que es lo que sobre luego de analizar los alcances de este fallo de inmunidad absoluta en actos oficiales. Su proceso del orden común, seguramente, tampoco llegará a nada, y la pena, si existe, se conmutará por alguna cosa que no estorbe al presidente en funciones. Todo lo anterior, por supuesto, es si gana.
Creo sinceramente que lo que está protegiendo aquí la Corte no es el derecho del propio Trump a ser indecente, aunque eso parezca, sino el riesgo de que el poder judicial termine provocando una crisis constitucional por evitar, con una decisión de funcionarios nombrados, que no electos, que la persona por la que votó la mayoría de estadounidenses llegue al poder. Es decir, están evitando que la Corte se convierta, por purismo jurídico, en una institución que se vuelva incompatible con la voluntad popular, cualquiera que esta sea.
Y de forma tangencial, esta decisión también es una que se toma por razón de Estado (en sentido estricto, de la que hablaba Richelieu). Porque a menos que se opte por un heroismo inepto y simbólico, ningún funcionario va a optar por el suicidio político para dejar claro algún principio que de todas formas va a quedar atropellado por la acción del poder en movimiento. La propia sentencia de Marshall en el caso Madison vs. Marbury, empieza reconociendo la incompetencia del propio juzgador, y todo lo demás ya es una opinión no vinculante, “por si les sirve”. Porque el juez no era tonto.
El peligro, efectivamente, es el que una de las jueces del tribunal supremo intuye: no es que Trump pueda llegar luego de sus porquerías sexuales y su berrinche en el capitolio, sino las acciones a las que se puede extender la protección de este fallo, las acciones futuras, que pueden costar muchas vidas humanas, y convertir la persecución política en una especie de prerrogativa presidencial, por las que no tendrá que responder incluso cuando deje de ser presidente.
Ahí deben ocurrir dos cosas, pues EU no deja de ser hijo de Inglaterra, quien la lidió con este show desde hace, literalmente, siglos: en primer lugar, lo que viene es una rica doctrina jurisprudencial sobre el desarrollo de lo que es un “acto oficial”, porque decir que una decisión de despliegue de tropas cae en esa categoría, es más fácil que decir (como ahora se infiere), que también es un acto oficial el intento de desconocer los resultados electorales por la fuerza. A ver hasta dónde llega esa inmunidad o si acaba estableciendo una serie de requisitos para ver si el acto cae o no cae. Persiste la dificultad en que esos actos se analizarán a posteriori. En segundo lugar, y quizás más importante, hay que ver cómo lidia el sistema norteamericano con la moderación del principio de inmunidad real, en el sentido de realeza, que los ingleses siempre han tenido. El rey, técnicamente, es irresponsable absolutamente, por todo. “King can do no wrong”, dice el principio inglés. Lo que acabó sucediendo, empero, fue que se trasladó la responsabilidad jurídica y política a los ministros, y con ello se trasladó la competencia, porque los ministros no iban a obedecer al rey cuando cumplir la instrucción implicaba para ellos terminar destituidos o en la cárcel. Eso fue lo que, al paso del tiempo, convirtió al rey en una “figura decorativa”. Si el presidente no responde por nada, alguien tiene que responder. Y esa figura será el verdadero dique de contención de las estupideces presidenciales, y la verdadera llave de las decisiones de razón de Estado.