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La trivialización de la empatía

La trivialización de la empatía

Columnas jueves 22 de mayo de 2025 -

Uno de los términos usados con mayor liberalidad, es el de EMPATÍA. Porque no es lo mismo que la compasión, aunque a veces su uso dé resultados compasivos, y no es tampoco la adhesión a causas ideológicas o la justificación de actos ilegales realizados por alguien, bajo el argumento de que ha sufrido. La empatía no es una virtud moral, sino una herramienta intelectual. Concretamente, es la destreza principal de los antropólogos y los criminólogos (aunque no solo de ellos); los primeros para entender la racionalidad de los usos y costumbres de una cultura que les es ajena. Los segundos, para entender los móviles de actuación y estar en posibilidades de capturar a una persona con trastornos antisociales. Esos ejemplos son ilustrativos, pero también los hay más modestos y cotidianos. Por eso esta compleja habilidad intelectual se ha deshuesado hasta llegar a las pláticas más chabacanas de coaching empresarial, y a los salones de clases para celebrar los gritos de unos y los silencios impuestos por otros.

En la vida diaria, la empatía se ha convertido en un recurso casi mágico, un valor que todo el mundo pretende poseer y espera aplicar sin demasiado esfuerzo. Pero, en realidad, su verdadera dimensión va mucho más allá de una simple sensibilidad o una actitud condescendiente. La empatía requiere una capacidad de ponerse en el lugar del otro, de comprender sus motivos, sus miedos, sus frustraciones y sus contextos. Es un ejercicio de humildad intelectual que desafía las emociones superficiales y las respuestas automáticas. Sin embargo, en la práctica, la empatía muchas veces se reduce a una pose, a una postura que valida nuestras propias emociones o que nos permite justificar comportamientos que, en el fondo, son más convenientes que comprensivos.

La banalización de la empatía tiene consecuencias peligrosas. Cuando se la usa como un mero instrumento de manipulación, se corre el riesgo de convertirla en una máscara que oculta intereses egoístas, carencias profesionales o franca imbecilidad social. En el ámbito político, por ejemplo, algunos líderes apuestan por mostrarse empáticos solo para ganar votos, sin un compromiso genuino con las soluciones. Los populistas, en concreto, dominan el arte de mostrarse empáticos en los diagnósticos, y simplistas en los tratamientos. En las redes sociales es peor, porque el abanico de respuestas mecánicas de “me gusta” o “no me gusta”, despoja a la empatía o antipatía de cualquier indicio de justificación o explicación.

La empatía es una competencia que requiere entrenamiento y autoconciencia, además de un marco de referencia muy amplio, cuando se usa en serio (vuelvo al ejemplo de los antropólogos). No es una cualidad innata que basta con desear tener. Implica escuchar activamente, cuestionar nuestras propias certezas, y aceptar que el otro puede tener una visión del mundo distinta a la nuestra, sin que eso signifique necesariamente que esté equivocado. La empatía, en su forma más pura, no busca convencer o cambiar al otro, sino entenderle. Solo desde esa comprensión profunda podemos construir puentes reales y duraderos, en lugar de muros invisibles que solo alimentan la intolerancia y la división.

Es, además, una de las cosas que permitirán reconocer durante mucho tiempo un producto humano de uno creado por inteligencia artificial. Para lo que sirva.


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