En su extraordinario artículo “Lisbeth Salander debe vivir” de 2009, Mario Vargas Llosa, premio Nobel de literatura, se confesó aficionado empedernido de las andanzas y aventuras de la protagonista de una trilogía de novelas del sueco Stieg Larsson en la que Salander era perseguida, detective, hacker y justiciera. La serie inició con La chica del Dragón Tatuado y es una de las más importantes sagas de género de la novela negra escandinava y mundial que inclusive ha generado varias películas, sin el éxito arrollador de los libros.
En estos días de arranque de agosto de 2019, cuando ya se estrenó y vimos en Netflix la tercera temporada de la imprescindible y exitosísima serie española La Casa de Papel, de Alex Pina, me apropio de la admonición de Vargas Llosa para proponer una reflexión sobre Tokio, narradora y atracadora central de la banda con máscaras de Dalí.
Por algo la escena inicial de la primera temporada se centra en ella, “camino al matadero”, y por algo ella ha detonado también el berenjenal de la tercera, al abandonar a su suerte a su novio Río en una paradisiaca isla para lanzarse a vivir de nuevo los excesos de la noche urbana, lo que genera que la Interpol los localice a ambos y aprehenda al muchacho, lo que a su vez detona el segundo atraco de la banda.
Tokio es un peligro para la banda y para sí misma pero es al mismo tiempo el más entrañable personaje de la serie; la amamos y odiamos. Es nuestra villana favorita, impecable en su propia dimensión egocéntrica y generosa. Es nuestra heroína preferida en el marco de su superlativa lucha interna entre su fortaleza espiritual y su extravío emocional.
Es uno de los personajes más ricos de la TV contemporánea, cuya compleja personalidad nos confronta de golpe, capa a capa, con la frágil condición humana frente al delito, el amor, la indignación, el abandono, lo injusto y lo correcto. Es una conmoción sentimental multicolor que se burla de nuestra escala de grises en un mundo de blanco y el negro. Encarna una tormenta de obsesiones yneurosis gregarias que, de manera muy plástica, se compadecen de nuestra soledad y postración, aherrojadas en una sociedad deshumanizada e individualista.
Tokio nos toca, nos mueve, nos estruja el alma, la conciencia y nos sacude el corazón, abismado siempre entre el perdón y la venganza, el bien y el mal o la ley y la justicia. Ella nos recuerda que además de combatir nuestros vicios y repeler nuestros enemigos, deberíamos atemperar nuestros demonios y pulir nuestras virtudes. Frente a su contemplación y persistencia, tan auténticas, tan necesarias, tan humanas, todos somos Tokio y no debe morir nunca, porque ella y solo ella, nos ofrece redención. ¡Bien, Úrsula Corberó! ¡Muy bien!
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