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Normalidades

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Columnas jueves 30 de julio de 2020 -

El debate dentro del espacio público es siempre de calidad muy desigual, y se entiende. Los problemas importantes y las acciones de largo alcance suelen estar revestidas de una complejidad que fatiga tanto a comunicadores como a espectadores; además, los procesos que dan lugar a verdaderos cambios políticos o sociales suelen andar a paso lento, y son modestos también los avances que pueden observarse en una sola generación, ya no digamos en un solo sexenio, o en una sola semana noticiosa. Para decirlo sin adornos: lo importante suele ser aburrido. Por eso desde hace varias décadas, en todo el mundo, la industria de los medios de comunicación vive del espectáculo, cuando no del abierto escándalo. Y si no hay, se lo inventa, porque eso es lo que la gente quiere ver, escuchar o, los menos, leer.
En el marco de lo antes expuesto, no sorprende, entonces, que agotado el dinamismo mediático (que no sanitario ni económico) de la pandemia, el país esté regresando, también en la administración de las crisis, a una nueva normalidad. Por eso el avión, los cachitos, Lozoya, el papá de Lozoya, la gastritis de Lozoya.
Los científicos han aceptado ya que el virus que dio lugar al gran confinamiento, no se irá a ningún lado, con o sin vacuna. Será una enfermedad más con la que el mundo vivirá, eso sí, mucho más controlada que esta primera oleada, pues ya habrá avances en algún tratamiento. Pero hay otro aspecto, crudo e incómodo, que también se asoma cuando se habla de nuevas enfermedades; aunque siga habiendo cientos de miles de muertes al año, estas entran en el terreno de la normalización social. Los preservativos existen desde hace mucho tiempo, pero se convirtieron en un instrumento esencial de la sexualidad humana, y hasta en un indicador de buenos modales en ciertas situaciones. Es previsible que los cubrebocas en lugares públicos y los meseros de smoking, pero con careta de soldador, sean parte de la escenografía distópica, por lo menos, uno o dos años más.
México es un país de comercio informal, ingreso precario, hacinamiento habitacional y movilidad imposible. Creer que alguien se avienta un clavado al vacío en las escaleras del metro Pantitlán, por “irresponsable”, es absurdo y mezquino. Eso se llama necesidad, precedida de una compleja ponderación de riesgos y alternativas. En todo caso quien lo hace raya en el heroísmo, o por lo menos en la resignación kantiana.
La ética de la convicción, muy de los científicos, tiene un sustrato estrictamente técnico. Esa fue la que, en un primer momento, provocó el cierre total del planeta, devastó economías y provocará hambrunas en algunos países. Hay otra, la de la responsabilidad, que es la que toma en cuenta las consecuencias sociales y políticas de una decisión. El mundo está cambiando la narrativa de la primera a la segunda, porque ahora sí, diga lo que diga la OMS, no hay alternativa.


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