Hidalgo y Morelos son nuestros padres fundadores. Según Krauze, Hidalgo hizo la única revolución que en sus circunstancias podía hacer: una guerra de castas, agraria, política y, sobre todo, santa. Un incendio teológico que solo quería liberar a los indios de la postración económica, laboral, social y, sobre todo, humana, de 300 largos años. Atinadamente, el autor dice que México nació en verdad de la costilla de aquel hidalgo con nombre de arcángel que, en un acto emblemático (un grito) emitido en un lugar emblemático (Dolores) arrasó tres siglos de oprobio virreinal en medio de un libertario frenesí.
Justo Sierra llamó a Hidalgo el mexicano supremo de la historia. Ante él, palidecían todos los otros caudillos de la Independencia. “Su propósito se lo dictó el amor a una patria que no existía sino en ese amor; él fue, pues, quien la engendró; él es su padre, es nuestro padre”. Ignacio Ramírez, el nigromante, escribió: “Los mexicanos no descendemos del indio, tampoco del español, descendemos de Hidalgo”.
Por su parte, Morelos realizó una gran adición a la lucha. Introdujo un cuerpo enormemente original de argumentos ideológicos y políticos que la legitimaron y un alegato moral con prescripciones increíblemente modernas de justicia económica y social. Con el generalísimo, el ideal de igualdad cobró tanta importancia en el país entero como el de libertad nacional (Krauze).
El Siervo de la Nación dedujo, con razón, que a un reino conquistado le era lícito no obedecer a su rey y reconquistarse, cuando fuera gravoso en sus leyes insoportables. Además de sus extraordinarios Sentimientos de la Nación, Morelos le dio al país su primera Constitución republicana, la de Apatzingán. “La nación”, dijo Lorenzo de Zavala, “parecía tomar una existencia que no tenía”.
Apresados, Hidalgo y Morelos fueron sometidos a juicio y declarados culpables en dos jurisdicciones: la eclesiástica y la militar.
En la primera, la sentencia fue “Herejía”. Les retiraron el poder de oficiar su ministerio arrancándoles la piel de la palma de las manos con una filosa legra de plata. Para mayor humillación, les negaron los santos óleos, murieron excomulgados y sin los sacramentos de su fe. En la militar, la causa fue “Alta Traición”. Sin misericordia, sin honores, sin el trato de combatientes comandantes enemigos, los fusilaron arrodillados, de espaldas y vendados.
A unas horas del aniversario de la incandescencia libertaria de 1810, reflexionemos sobre nuestros padres fundadores. En medio de la noche anual del grito, dediquémosles un pensamiento con gratitud y reconocimiento. Son héroes inmarcesibles que soñaron e iniciaron esto que hoy llamamos México.
Conmemoremos estos altos espíritus la noche del día 15. En verdad nos dieron sempiternas patria y libertad. Su prodigiosa vida, inconmensurable obra y muerte egregia nos obligan a estar a su altura en estos tiempos recios. Aseguremos su trascendencia, enaltezcamos su legado y merezcamos su sacrificio.
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