Alfredo Lèal
1.
Cuando Giorgio Agamben publicó, el 26 de febrero, el primero de los textos que ha escrito sobre el cornavirus, yo me encontraba leyendo Verso la foce, un conjunto de diarios de viaje a través de la pianura italiana. En una de las entradas de este diario, fechada el 10 de mayo de 1986 en Piacenza, el autor, otro italiano, Gianni Celati, comentaba de este modo las noticias sobre la catástrofe nuclear de Chernóbil: “lo terrible”, dice Celati, “[cuando es] confiado a los expertos y los periodistas, se convierte en una pacotilla que apenas usada deja de servir: no puede devenir memoria, a lo mucho se resume en pequeños reclamos a la calma y la prudencia”. Para Celati, el principal problema al que se enfrentaban quienes, de un modo u otro, estaban expuestos a las consecuencias de la radioactividad desatada en la ciudad ucraniana no era la radioactividad en sí sino las consecuencias paranoides de la condición lingüística del acontecimiento. “El mutismo de la objetividad”, dice Celati, “te hace sentir demasiado separado de las cosas del mundo”.
2.
Para cuando Agamben publicó ese primer texto sobre el coronavirus, el avance global del Covid-19 —cuyo nombre, no está de más señalarlo, reproduce a la perfección la condición de un significante flotante que, según Ernesto Laclau, es el único capaz de representar una demanda popular— nos colocaba frente a algo bastante similar a lo detectado por Celati en el caso de Chernóbil, señalado asimismo por Agamben —un Agamben, por cierto, pero esto es sólo una nota al margen, como aquélla de Jean-Luc Nancy, quizá demasiado seguro de lo que está diciendo en un momento en el que precisamente la seguridad en nuestras propias palabras es el único peligro duradero en un mundo plagado de peligros momentáneos. ¿Qué era eso a lo que nos enfrentaba, después de que se comenzaran a detectar los primeros casos fuera de China, el avance (mediático) del Covid-19? Creo que la fórmula no puede ser más sencilla: nos enfrentaba a un estado de paranoia absoluta creado por la información en una forma pretendidamente científica y a-histórica. Las y los zapatistas que, el 16 de marzo, decidieron cerrar los caracoles, lo hacían exhortándonos, “en México y el mundo”, a que tomáramos “las medidas sanitarias que, con bases científicas, [nos] permitieran salir adelante y con vida de esta pandemia”. Diremos, pues, que el avance del Covid-19 pone a la ciencia en jaque, la pone a debatirse entre salvar la vida o salvar la memoria. Y como hoy ya no existe ningún modo de trascendencia, como hemos negado todo tipo de devenir histórico, social, incluso individual, mejor salvar la vida en el aquí y el ahora, por más que esa vida no sea más que una constante acumulación de deuda que, paradójicamente, es nuestro único modo de mostrarnos como ciudadanos confiables del mundo.
3.
La semana pasada, luego de que mi esposa me comentara que Vargas Llosa había dicho que La peste era un libro mediocre, tomé de mi biblioteca mi ejemplar de la novela de Camus comencé a releerlo. No he avanzado mucho pero lo que llevo me parece todo menos mediocre, aunque supongo que para escribir una frase como esa tendría, por lo menos, igual que Vargas Llosa, que haber ganado un Premio Nobel. Por supuesto, eso nunca va a suceder. Lo que sí sucedió fue que me encontré con un texto que no recordaba en absoluto, un texto que había dejado en mi memoria sólo un par de escenas —la escena del inicio, por ejemplo, cuando Rieux encuentra a la primera, no, a la segunda de las ratas—; no recordaba que el narrador menciona el asesinato de árabe por parte de Meursault, es decir, el acontecimiento de El extranjero, como tampoco me acordaba de que Cottard, luego de su intento de suicidio, se pone a leer El proceso, de Kafka. ¿Por qué no recordaba nada de eso? ¿O acaso no recordaba recordarlo?
4.
La ciencia, hoy, parece tener una sola y única misión: reprimir la (posibilidad para crear una) memoria (colectiva). Es esa, grosso modo, la tesis foucaultiana sobre el control disciplinario de los cuerpos que recorre la triada prisión/psicoanálisis/sexualidad y, por ello, para Agamben —y, a su modo, para Celati también—, esa represión es, palabras más, palabras menos, la característica principal del estado de excepción normalizado, con la salvedad de que, en este caso, a diferencia de Chernóbil, el virus (se) está reproduciendo (en todas partes donde se le ha detectado como) una forma específica del miedo, aquella que tiene que ver con el momento en el que el miedo se concreta bajo una imagen inasible debido a su carácter constantemente cambiante. En palabras de Agamben, se instaura un “stato di paura”, un “estado de miedo” a través del cual el ciudadano acepta que se limiten libertades fundamentales como el derecho a la reunión en nombre de “su propia” seguridad. En el tercero de sus textos sobre el coronavirus, Agamben dice: “No es sorprendente que por el virus se hable de guerra. Las medidas de emergencia en realidad nos obligan a vivir bajo condiciones de toque de queda. Pero una guerra con un enemigo invisible que puede acechar a cualquier hombre es la más absurda de las guerras. Es, en verdad, una guerra civil. El enemigo no está fuera, está dentro de nosotros”. Yo ampliaría todavía más este pasaje demoledor: lo que nos cuesta trabajo en este caso es aceptar que estamos ante la tanto tiempo postergada Tercera Guerra Mundial. Las condiciones económicas, políticas y sociales dan cuenta de ello. Pero, como en La peste, el problema consiste en pronunciar el nombre de lo que está pasando. Dice el narrador del libro de Camus: “la palabra ‘peste’ recién había sido pronunciada por primera vez. […] Las plagas, en efecto, son una cosa común, pero difícilmente creemos en las plagas cuando nos caen encima. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras. Y, no obstante, tanto pestes cuanto guerras toman a las personas siempre desprevenidas”.
5.
¿Qué tipo de guerra es ésta que, insisto, bien podríamos ya comenzar a llamar la Tercera Guerra Mundial? No me cabe la menor duda de que se trata de una guerra que ocurre sobre todo en el ámbito lingüístico. El coronavirus es, y esto no es reducirlo en modo alguno, un virus lingüístico cuya mayor amenaza es la de impedir que generemos memoria, como señalaba Agamben desde su primer texto, por medio de una serie de prohibiciones y la implícita militarización de la vida en todas sus instancias. Y es que el Covid-19 es un virus como el que nunca antes ha habido alguno en la historia de la humanidad, uno que evidencia, visibiliza, (re)produce incluso, una condición tripartita de la información que, muy probablemente, tampoco se vuelva a dar —o no del modo en el que la vemos hoy en día— en ningún otro momento de lo que acaso nos quede como historia: me refiero a la capacidad para generar, difundir y modificar la condición misma de un acontecimiento en tiempo real. Tres tiempos encontrados, entonces: por un lado, el tiempo del mundo en el que ocurre la pandemia; el tiempo del relato que hacemos sobre ese mundo, es decir, el tiempo cronológicamente definido por medio de un acontecer que sólo vemos porque ha sido vertido en el lenguaje de expertos y periodistas que difunden, en este caso, las características del virus; y, finalmente, el tiempo que, dentro de esa información, abre posibilidades que van y vienen sobre el acontecimiento por medio de la proliferación de las opiniones al respecto —la de Agamben, la de Nancy, ésta incluso…—, las cuales lo modifican constantemente. El coronavirus es, así, lo mismo una certeza que una falacia, generada por agencias de noticias, difundida por diarios, modificada por usuarios de la información que lo vehicula. El hecho mismo de que el Covid-19 sea inventado no implica que sea falso.
6.
Cuanto más se diga, escrita u oralmente, respecto a la actual pandemia, más posibilidades hay de que se termine con los efectos a-históricos que produce: se trata de situarlo en el contexto de la cotidianidad, rompiendo, de este modo, el estado de excepción al que los Estados condenan a sus ciudadanos. Esa es la tesis de Piglia sobre el relato: a la ficción de Estado se le tiene que oponer la ficción tout court. Se trata de generar relatos de manera desquiciada para contraponerle un locus concreto, material, a la paranoia con la que históricamente se le ha respondido al Estado en todos los intentos por establecer un control inmediato sobre los cuerpos. Lo cual, por supuesto, no quiere decir que el coronavirus denominado Covid-19 no deba enfrentarse con acciones concretas en materia de salud. Todo lo contrario: de lo que se trata es de arrebatarle al Estado el control de la verdad, de hacerla, por un momento, parte de quienes resisten a los aparatos represivos del Estado tanto como a sus aparatos ideológicos. El Estado que, en suma, está actuando contra la memoria. No debemos olvidar, a este respecto, que la relación Estado-pueblo si bien siempre permea lo social, en este caso, como en todos los de estados de excepción, lo rearticula constantemente. Es decir, a cada nueva “prohibición” por parte del Estado —si bien, a diferencia de Europa y porque acá el Estado no podría sustentar dichas prohibiciones, en América Latina éstas se vehiculan como “recomendaciones”—, el pueblo, o, mejor dicho, el pueblo articulado como sociedad responde con una acción en específico, como se ve en la frase: “me prohíbes salir a tomar clases, tomamos entonces las clases en línea”. El problema es que en esa lógica de acción/reacción, la sociedad actúa de manera reaccionaria: mientras que el esquema casi siempre funciona a la inversa, como en la frase, “tomen las clases en línea porque les prohíbo salir”, en este caso la respuesta de la sociedad está peligrosamente anclada en un pensamiento que podemos identificar como conservador, por decir lo menos. El pueblo, articulado en la sociedad, al aceptar y acatar las prohibiciones impuestas por el Estado, re-organiza, a partir del sometimiento, formas de “convivencia” que ha terminado por naturalizar, como la video-llamada o la visita virtual a museos, teatros, escuelas, y las re-organiza —en esto estamos en contra de Agamben, y no es poco, por cierto— para decirle al Estado que seguirá pensando y siendo crítico incluso con los medios, digamos, asépticos que le deje. En todo caso, al seguir con las clases en forma virtual no es al Estado al que se le está dando la razón sino a ese otro patriarca del mundo como lo conocemos: el Cpaital. Pero eso podría darnos para otro texto.
7.
Covid-19 o no, de lo que se trata es de desquiciar(se frente) al Estado con el arma que, diría Piglia siguiendo a Roland Barthes, es la forma inicial de la humanidad en sí misma, esa en la cual a la información se le opone la experiencia como única posibilidad de hacer, de seguir haciendo, memoria: el relato. Contra los fragmentos falsamente objetivos de la información sobre el coronavirus deben crearse relatos que, negándolo o afirmándolo, logren hacer de él más que una consigna, a saber, una excepción, la excepción contra el Estado de excepción, aunque la frase suene trillada y vacía. Volvamos al punto de partida: Celati, al encontrarse frente a una pila de folios informativos sobre el caso de Chernóbil, le pregunta a una señora “¿Debo leerlos todos?”. “Si quiere estar informado”, contesta ella. Ese es el llamado: dejarle la información a quien con ella —y, sobre todo, para que ella siga existiendo como valor y generando plusvalor—, pretenda imponer obediencia. Contra la información, en cualquiera de sus formas, sólo nos queda la ficción. Y no es poco.
Imagen: Enciclopedia de la Literatura en México