Columnas
Soy una mujer que creyó en la transformación de México porque viví en carne propia las injusticias, el abandono y los abusos de los viejos gobiernos neoliberales. No hablo desde la teoría ni desde el privilegio, hablo desde la experiencia de haber crecido en un barrio estigmatizado, de haber sentido en la piel la exclusión, y de haber caminado calles enteras buscando una oportunidad que nunca llegaba porque, para los de arriba, las mujeres como yo no teníamos cabida.
Mi decisión de salir a acampar a la calle para conseguir un lugar donde trabajar no fue un acto de rebeldía, fue un acto de necesidad. La misma necesidad que compartíamos muchas mujeres en Tepito: la de llevar el pan a la mesa. Fue así como descubrí en el comercio en el espacio público no sólo una forma de ingreso, sino una manera digna de resistir ante la marginación. Mientras nosotras buscábamos la manera de sobrevivir, los gobiernos de aquel entonces se encargaban de cerrar puertas, criminalizar la pobreza y diseñar políticas públicas desde el escritorio, sin mirar al pueblo.
Yo, como muchas mujeres en México, fui discriminada por mi origen, por mi barrio, por no tener contactos, por no cumplir con el molde de lo que se espera de una trabajadora “respetable”. Las puertas del trabajo formal se nos negaban una y otra vez. Los gobiernos como el de Ernesto Zedillo construyeron una supuesta estabilidad económica sobre las espaldas de los menos favorecidos. Hoy él pretende hablar de democracia, de legalidad, de justicia, pero parece que ya se le olvidó su propio historial autoritario.
A Zedillo no se le puede olvidar que fue él quien, en 1994, removió de un plumazo a las y los ministros de la Suprema Corte, sin debate ni consenso. Los sustituyó con personas que respondieran a su lógica de poder. Fue él quien impuso nuevas reglas para el nombramiento de jueces, sin mérito judicial, sin experiencia y sin rendición de cuentas. ¿Con qué cara habla hoy de preocupación por la reforma al Poder Judicial?
Pero el pueblo no olvida. No olvidamos el Fobaproa, esa monumental deuda que hasta hoy seguimos pagando todos los mexicanos para rescatar a unos cuantos. No olvidamos la militarización de la seguridad pública, que sólo trajo más violencia y represión. No olvidamos las cuentas secretas, las auditorías opacas, el saqueo sistemático de la nación.
Le molesta que hoy tengamos un gobierno que piensa en las personas. Le incomoda que por fin se hable de bienestar, de justicia social, de distribución de la riqueza. Le irrita que las decisiones no las tomen sólo las élites, sino que el pueblo tenga voz. La reforma al Poder Judicial, que propone que las y los jueces sean elegidos por el voto ciudadano, representa un paso hacia una justicia más cercana a la gente, más transparente y más democrática. Por eso la critican tanto los que siempre se beneficiaron de un sistema hecho a la medida de sus intereses.
Es saludable que el Senado de la República forme una comisión para que Zedillo rinda cuentas sobre las irregularidades encontradas en la auditoría al Fobaproa. Que nos diga, con la cara al pueblo, qué pasó con las cuentas secretas. La memoria histórica no puede borrarse ni con discursos ni con nostalgia neoliberal.
Hoy vivimos un tiempo distinto. Un gobierno del pueblo, para el pueblo. La transformación, aunque moleste a los saqueadores de México, es una realidad. Hay más becas, más pensiones, más derechos sociales. Y, sobre todo, hay una voluntad política de no olvidar nunca más a los de abajo.
Por eso sigo creyendo. Porque esta transformación no se hizo en los escritorios, se construyó desde la calle, desde el barrio, desde la resistencia de mujeres como yo, como tú, como tantas otras que no se rinden. El segundo piso de la transformación continúa, porque vivir dignamente es posible.
María Rosete