La tragedia cobra realidad cuando a pesar de lo desgraciado del contexto, se sale a la lucha, entregado al destino. Cuando Héctor, príncipe de Troya, se despide de Andrómaca, su esposa, y de su pequeño hijo Astianacte, justo en esas murallas que atestiguarían el terrible paseo que a su desgraciado cuerpo ofrecería Aquiles, sumerge sus dedos en los risos del niño que sería arrojado por Neoptolomeo desde las torres de la ciudad tomada por los aqueos.
Héctor, sale a la lucha contra el semidiós que lo despedaza sin misericordia, pero al paso de los milenios de la narración homérica, la grandeza del derrotado no ha perdido el lustre que el mismo Aristóteles le reconoce en La Poética. Héctor es el valiente, el honorable, el amoroso padre, el príncipe que no se esconde como su hermano Paris Alejandro, secando sus cobardes lloriqueos en el hombro de Helena.
El cobarde huye tras provocar una lid en su nombre. Se guarece entre discursos pendencieros que le evitan asumir la responsabilidad de su derrota. Busca el pretexto más adecuado para hacer de su repugnancia, la justificación de su fracaso: enamoró a una mujer casada y después hundió a su pueblo en una guerra.
Héctor, el pŕincipe de la armadura dorada que se arrodilló a su padre Príamo pidiéndole morir por su amada tierra, elevando su rostro al cielo de su invadida patria de la que gozó sus bienes, y llegada la hora, cumpliendo con el deber del ciudadano, tomó la espada para luchar por sus leyes y por sus libertades. Encarna el honor del gobernante, y la conciencia del hombre libre.
El cobarde insulta (mata desde lejos). Jamás asume los costos de sus acciones. Envilece al honrado con su leporina boca, que arriesga la estabilidad de su tierra en pos de esconder sus crímenes y de los suyos: ese séquito infame de ignorantes y aduladores que se envuelven con el manto de la perfidia y la violencia.
La Iliada es un transmisor de valores que sustenta los códigos más sagrados del Occidente precristiano que también es el nuestro, y que constituye el eje del humanismo como tradición del pensamiento grecolatino que tiene a la filosofía como principal vértice, y no como eje propagandístico de la manipulación demagógica, dirigida a los más infames de una sociedad carente de referentes objetivos, medrando entre la mentira y el abuso.
El humanismo hereda los principios críticos del pensamiento indomable que no busca justificar a los cobardes, pues es el monumento a lo que de mejor nuestra civilización pudo crear precisamente para evitar que los peores se hagan de las riendas de la vida pública. La gloria de un Héctor qué bien nos haría en medio de las tinieblas de la tiranía.