Columnas
El sistema de justicia de la capital mexicana se encuentra sobre una bomba de tiempo. El reciente paro de labores de los trabajadores del Poder Judicial de la Ciudad de México, ha dejado al descubierto una crisis profunda y multifactorial que ha empezando a estallar, paralizando la ya de por sí ralentizada maquinaria judicial en perjuicio de miles de ciudadanos y sus representantes legales.
Las justas exigencias de un aumento salarial sustantivo, ignoradas por años, chocan con la fría negativa gubernamental y la presunta complicidad de una cúpula sindical más interesada en su perpetuación en el poder que en el bienestar de sus agremiados, que por sisolos y sin el respaldo de los líderes sindicales, se han visto obligados a parar sus labores como el único factor de poder para defender su bienestar social y el de sus familias.
Los trabajadores, ahogados por la inflación y el estancamiento de sus ingresos desde hace más de un lustro, han visto con una mezcla de envidia y justa indignación cómo el gobierno federal sí encontró los recursos para otorgar un considerable aumento a los maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE). La pregunta, cargada de una lógica irrefutable, resuena en los pasillos de juzgados y tribunales: ¿por qué para la educación sí hay y para la justicia no? La respuesta oficial, un ya desgastado discurso de "austeridad republicana", suena a pretexto frente a la evidencia de una selectividad presupuestal que castiga a uno de los pilares del Estado de Derecho.
La demanda de los trabajadores no es un capricho. Es el grito desesperado de miles de servidores públicos que día a día enfrentan cargas de trabajo monumentales. Oficiales, actuarios, archivistas, secretarios de acuerdos y demás personal administrativo y operativo son la columna vertebral que sostiene un sistema judicial crónicamente rebasado. Se habla de jornadas que se extienden de manera no oficial por decenas de horas extra al mes, de las cuales solo una raquítica parte es remunerada, una explotación normalizada que se traduce en un servicio deficiente para la ciudadanía, con expedientes que se acumulan y procesos que se eternizan. La desproporción entre la responsabilidad que ostentan y el sueldo que perciben es un insulto a la dignidad y un caldo de cultivo para la desmoralización y, potencialmente, la corrupción.
Pero la crisis no se explica únicamente por la precariedad salarial y la sobrecarga laboral. Un elemento crucial, y quizás el más indignante para los trabajadores de base, es el papel desempeñado por el Sindicato Único de Trabajadores del Poder Judicial de la Ciudad de México (SUTPJ-CDMX), liderado por Diego Valdéz Medina. Lejos de encabezar la lucha por las justas demandas de sus representados, la dirigencia sindical ha sido acusada por los propios trabajadores de operar en connivencia con la presidencia del Tribunal Superior de Justicia, a cargo de Rafael Guerra Álvarez, y de mostrar una sumisión preocupante ante la Secretaría de Gobierno de la Ciudad de México.
Mientras la base trabajadora se organizaba y alzaba la voz, enfrentando incluso agresiones físicas por parte de grupos de choque presuntamente ligados a la propia estructura sindical, la cúpula del SUTPJ-CDMX negociaba a puerta cerrada un acuerdo a la baja, un magro 5% de aumento que fue inmediatamente rechazado por el grueso de los manifestantes. Esta acción ha sido interpretada por muchos como una traición, una maniobra para desactivar el movimiento a cambio de mantener privilegios y el control de la estructura sindical, evidenciando una fractura irreparable entre los líderes y sus bases. La reciente denuncia sobre una convocatoria presuntamente fraudulenta para la renovación de la dirigencia no hace sino confirmar las sospechas de un cacicazgo que busca perpetuarse a toda costa.
La negativa del gobierno capitalino a destinar los fondos necesarios para un aumento digno no es solo una decisión administrativa, es una apuesta política de alto riesgo. Al ignorar el legítimo reclamo de quienes operan el sistema de justicia, se abona a la inestabilidad y se deja una puerta abierta a futuras y más prolongadas paralizaciones. Cada día que el Poder Judicial se detiene, se niega el acceso a la justicia a víctimas de delitos, a familias en procesos de divorcio, a trabajadores que reclaman una liquidación, a ciudadanos que buscan amparo frente a la autoridad. Es la sociedad en su conjunto la que pierde.
La bomba de tiempo sigue corriendo. La mecha está encendida y se alimenta de la falta de empatía gubernamental, de la precariedad laboral y de la traición sindical. Si las autoridades y la cúpula del poder judicial capitalino no actúan con la urgencia y la seriedad que el caso amerita, el estallido será inevitable. Y sus consecuencias, una vez más, las pagarán los ciudadanos de a pie, aquellos para quienes la justicia, hoy más que nunca, el apoyo social, que logre cambios, deberá ser realizado con el apoyo ciudadano desde la liberté, égalité y la fraternité. Así que ¡salgamos a luchar todas y todos juntos por un poder judicial digno!