Hoy, después de más de un año de la aparición en escena del coronavirus, la comunidad artística y cultural ha pasado de la angustia y la incertidumbre a la resignación.
A pesar de la aparición de la vacuna y el comienzo de la aplicación de las preciadas dosis, pareciera que la realidad, cual desierto, nos estuviera engañando y la luz de la verdadera normalidad no sea más que un espejismo.
Brinquemos y hagamos todo el berrinche que queramos, pero la situación, en vez de mejorar, empeora. Hoy la gente muere en casa, ya que no hay un espacio en los hospitales para ser atendido. El temible código azul llegó y ahora solo ingresa quien tiene posibilidad de sobrevivir.
Por ello, el momento en que vivimos no nos permite desarrollarnos profesionalmente en el escenario. El escenario que se extraña, desde los reflectores, los gritos, las risas y el baile; hasta los vicios, las notas erradas, los "problemas técnicos" y las copitas de más.
La vida que vivíamos bajo la luz de la luna de fin de semana se ha esfumado y, con ella, cientos de negocios, miles de empleos y millones de sueños.
Algún día regresaremos, y ese día seremos los más buscados, todos querrán festejar y compensar los años de júbilo que este virus nos arrebató.
Sin embargo, ¿seremos los mismos cuando todo regrese a la normalidad? Por supuesto que no, apuesto a que nunca cantaremos, actuaremos, tocaremos ni bailaremos con más ganas que como lo haremos cuando lo que vivimos en la actualidad no sea más que un triste recuerdo, una lejana anécdota y nos veamos invadidos por la insoportable levedad del ser.