Columnas
Por su forma de vivir y de gobernar, José Mujica no fue un político común. Su muerte, ocurrida en la víspera, conmueve a millones dentro y fuera de Uruguay. Pero más allá de su país, su legado ha dejado huella en diversas naciones latinoamericanas, entre ellas México, donde su figura inspiró a muchos en las acciones que dieron origen al partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena).
Desde sus primeros pasos en la vida pública, Mujica colocó en el centro de su visión política el respeto a la dignidad humana. Exguerrillero, prisionero político, presidente de la República Oriental del Uruguay, fue también símbolo de humildad. Su austeridad, autenticidad y ética lo volvieron referente moral y político de una generación de líderes que buscaron construir modelos de gobierno alejados del cinismo institucionalizado.
En México, su pensamiento encontró eco en los sectores de izquierda que se resistieron a la corrupción y al desgaste del sistema de partidos tradicional. La visión de Mujica sobre la necesidad de construir gobiernos honestos, con una ética del servicio, fue retomada en foros, discursos y documentos fundacionales de Morena, partido que lo recibió en varias ocasiones.
Las visitas del expresidente uruguayo a México no fueron actos protocolarios. Cada encuentro con académicos, estudiantes, legisladores y medios de comunicación, incluyó mensajes profundos sobre los límites del poder, la justicia social y la centralidad de la gente común. Su paso por México deja una estela de reflexión sobre cómo ejercer el poder sin servirse de él.
En entrevistas, Mujica solía recordar que no odiaba a sus captores ni a sus adversarios. Decía que la vida era demasiado corta para llenarla de rencores. Ese tipo de enseñanzas, tan simples y tan hondas, adquirieron fuerza en contextos políticos polarizados como el mexicano, donde el conflicto suele dejar escaso margen para el diálogo y la reconciliación.
Tuve el privilegio de tratarlo de forma cercana. Mujica no sólo ofreció respuestas, sino gestos de sincera generosidad. En esas conversaciones, el exmandatario uruguayo nunca rehuyó hablar de sus errores ni de los fracasos de la izquierda. Asumía la política como un ejercicio de autocrítica permanente.
Su figura inspiró a diversos sectores progresistas mexicanos, que vieron en su testimonio una brújula ética para construir una izquierda viable, sin dogmatismos ni clientelismo. Mujica no ofrecía recetas, sino experiencias vividas en carne propia, sufridas en calabozos, defendidas en las urnas y refrendadas con acciones personales coherentes.
La pérdida física de Pepe ha generado pronunciamientos desde gobiernos, partidos políticos y organizaciones civiles mexicanas. El reconocimiento no ha sido solo protocolario. En él se percibe un profundo respeto a quien supo construir una trayectoria sin escándalos, sin privilegios, sin más arma que la palabra.
Mujica solía decir que la política debía servir para que las personas fueran más felices. Esa idea, que puede parecer ingenua en estos tiempos, cobra sentido cuando se observa su vida sin lujos, su renuncia a vivir en la residencia presidencial y su entrega a causas que trascendieron intereses partidarios.
En la era del espectáculo, donde los políticos compiten por fama más que por justicia, Mujica representa la excepción. Por eso su partida duele más. Porque ya casi no quedan figuras con su talla moral, capaces de vivir como piensan y gobernar como viven.
El vacío que deja sólo podrá llenarse si su ejemplo se transforma en práctica. No bastará con evocarlo. Se requerirá replicar su compromiso con los más pobres, su respeto a los derechos humanos, su mirada crítica y su voluntad de diálogo.
La memoria de Mujica no pertenece solo a Uruguay. También forma parte del imaginario político mexicano que busca una vía digna y humana para ejercer el poder. Su vida es un testimonio, su muerte, una llamada a no claudicar.
*Periodista | @JoseVictor_Rdz
Premio Nacional de Derechos Humanos 2017