Columnas
El populismo toma el poder y está en permanente tensión, tratando de conciliar su responsabilidad gubernamental con su inspiración anti sistémica y, por tanto, antigubernamental. No es sencillo, pero sin duda estamos en una democracia desfigurada, no en una de las alternativas históricas que la han abolido, como el fascismo o la dictadura socialista.
En resumen, la oposición anti populista debe entender que el populista no acaba con las instituciones democráticas y liberales, pero las deforma a tal grado que el arreglo político termina siendo mucho menos civilizado y liberal; no es la desaparición sino la involución del concepto democrático lo que se debe impedir, y que es una consecuencia natural de los gobiernos populistas. Pero si no se cambia el discurso en ese sentido, la minoría seguirá quedando como mentirosa o ciega ante lo que las masas ven como la nueva realidad.
Los populismos reconocen la legitimidad de los procesos electorales, pero usan las elecciones como un medio de validación, no de competencia. Es más bien un plebiscito o aclamación que muestran a la “parte buena” de la nación, y la ponen en un lugar preeminente, sobre las otras partes, las malas. Lo que realmente busca el populismo, mediante todos los recursos de la democracia, incluyendo las elecciones, es un proceso de sustitución de unas élites (tradicionales) por otras (las suyas). La democracia representativa funciona internamente como una diarquía de la voluntad popular (sobre todo en elecciones y procedimientos institucionalizados) y opinión (los juicios y narrativas de la esfera pública) . Se influyen mutuamente pero nunca se confunden. Por eso no sorprende que, ante una elección cerrada, el populista se apresure a desconocer los resultados. Un ejemplo reciente de ello fue la narrativa permanente de Donald Trump de que el sistema electoral de los Estados Unidos era corrupto y le habían hecho fraude. Como otros líderes, no vio inconsistencia alguna en denunciar defectos sistémicos de confiabilidad en el mismo sistema y las mismas autoridades que le reconocieron el triunfo en unos comicios anteriores; cuando ganan, es porque “su triunfo fue tan contundente que nada pudieron hacer los adversarios para evitarlo”; cuando pierden “él ya había advertido que el fraude era inminente”. El populista es muy difícil de manejar porque no desconoce la ley y las instituciones por completo, sino que hace un reconocimiento selectivo de ellas.
El término pueblo (concepto central de la retórica populista, siempre) es de suyo muy controversial. No sólo por la implicación emotiva que carga y que es enorme (para Fernando Escalante, el pueblo es una entidad que se define porque sufre), sino porque como dice Müller (2016), desde la época de los griegos y romanos, se ha usado al menos en tres sentidos: como un todo, que abarca el 100% de la población de un territorio; como sinónimo de la gente común, o los excluidos, y como un todo abstracto, es decir, como la nación. Podemos ver este último significado en los discursos de George W. Bush cuando se refería a la caza de terroristas como una reivindicación para el pueblo norteamericano (the american people), pues ahí no se refería ni a los pobres ni a los individuos, sino a la entidad estatal que se identificaba con su gente, “the real americans”. Esta ambivalencia y fuerza emocional hace que pueda considerarse parte del pueblo a cualquier persona, pero también, bajo ciertas circunstancias (reales o inventadas), también permite excluir a cualquiera. Es, de hecho, un término idóneo para construir casos sociales contra chivos expiatorios, individuales y colectivos.
En esta tesitura, el populismo se estructura como un intento de unificación y en contra del pluralismo. Por eso los discursos de hostilidad u odio del líder populista a sus adversarios, quienes quiera que sean, se toman por sus seguidores como una muestra de sinceridad y no de violencia. La diferencia con el fascismo es que “este no se conformaba con la propaganda permanente, sino que traducía esa hostilidad en leyes represivas y uso de la fuerza contra enemigos del estado. El populismo desfigura la democracia, pero el fascismo la destruye.