Columnas
Una modificación a la Ley de Juegos y Sorteos (federal), ha prohibido el uso de las máquinas tragamonedas en los casinos y casas de apuestas. Los detalles del funcionamiento de los permisos vigentes, las modificaciones reglamentarias y los amparos que ya se presentaron, saldrán, si acaso, los próximos días, pero no es lo que me interesa resaltar.
La Dirección General de Juegos y Sorteos, que pertenece a la Segob, dijo que la razón de la ley es que las máquinas son una fuente de corrupción de menores y que abre la puerta a la delincuencia. De hecho, esa Dirección fue la primera con la que tuvimos contacto frecuente desde niños, al menos hasta los años noventa, puesto que, en todos los programas de concursos matutinos, como el de Chabelo y derivados, aparecía siempre un hombre gris, parco, de lentes ahumados y vibras nihilistas, que era presentado como “el licenciado fulano, interventor de la Secretaría de Gobernación”. Vaya recuerdos.
Pero regresemos: con las reformas constitucionales bloqueadas, el gobierno federal parece empeñado en cumplir, este último tramo, con una agenda moralina, parroquial, más que con una de largo aliento estructural.
En ese sentido han ido las prohibiciones a los vapeadores y demás sucedáneos del cigarro tradicional, y en ese sentido parece ir también esta. De por sí los casinos en México son una versión bastante mojigata y descafeinada respecto de los casinos reales, los que operan en verdaderas Sodomas de asfalto como Las Vegas o Bangkok. Y por eso eran las máquinas tragamonedas, vicio de divorciadas y universitarios, lo que les dejaba una buena proporción de sus utilidades. Por eso se están amparando.
Hay al menos tres dimensiones de análisis en este tema. La primera es la más sencilla, la de la idoneidad del instrumento para provocar una conducta. Normalmente no funciona con los bienes adictivos. Como un ejemplo de libro de texto de la tesis de la futilidad de Hirschmann, según la cual una reforma sin sentido puede redundar en la nada, los ludópatas simplemente desplazarán sus apuestas a los casinos en línea, que, además, nunca cierran y tienen mucho menos controles administrativos y financieros. Así, la reforma no lograría nada.
Por otra parte, si sólo se suprime la oferta de algo y sigue habiendo demanda, lo que se genera al instante es un mercado negro del bien, o giros negros de servicios. Si se prohibiera la venta de alcohol, lo único que se fomentaría entre los bebedores es el consumo de alcohol ilegal, creo que se entiende.
Pero lo que realmente se discute aquí es el papel del Estado en temas que siempre serán controvertidos porque se refieren a la moralidad de las personas. Si la Suprema Corte decide que es inconstitucional prohibir las máquinas de apuestas, habrá que ver su razonamiento, pero seguro que no se meterá a la razón de la conducta a desalentar; esto es, no hará ningún pronunciamiento sobre si apostar corrompe a los menores, o porqué prohibir máquinas en lugares donde, se supone, no dejan entrar menores, si lo que se quiere evitar es que estos se expongan. Raro. Pero sería muy caradura hacer una defensa del derecho de las personas de convertirse en ludópatas y gastarse en el casino la pensión alimenticia. Algo nos dice que, en su núcleo, darles rienda suelta a las adicciones de todos no contribuye al bienestar de nadie. Pero creer que por ahí se empieza y se termina siendo asesino a sueldo de algún cártel, también está como de catequista delirante.
La discusión que no envejece es la de si el Estado, cualquier Estado, tiene como vocación prohibir los vicios y fomentar la virtud de los gobernados, como parte de la organización de la vida social. El liberalismo (cualquier liberalismo, hasta ese que también le gustaba a Juárez) diría que no, porque de suyo los conceptos y contenidos del vicio y la virtud son, más bien, de inspiración moral o religiosa, y no política ni jurídica. A ver qué sucede.