A las víctimas de secuestroA quienes lo combaten
“¡Bájate o vales madres!”, ordenaron a “N”, quien manejaba su carro nuevo, obsequio familiar de ingreso a la universidad tras ser estudiante de excelencia en la mejor preparatoria de su entidad. Además de gran deportista, estaba convencida del servicio al prójimo, por lo que como bachiller, se involucró en jornadas sabatinas de ayuda a grupos vulnerables de una comunidad cercana.
Tenía meses sin visitar el poblado pues su nueva dinámica universitaria se lo impedía. Sin embargo, mantenía contacto vía whats app con “JL”, joven padre soltero, carpintero y asistente de ebanista. Su esposa los había abandonado, trabajaba en un bar y se fue con uno de los comensales sin dejar rastro. Eso le contó al finalizar una jornada de cuentos y juegos con niños de la comunidad. Los ojos verdes del muchacho, su anhelo de convertirse en diseñador de muebles de lujo, la hicieron desear algo más que verlo eventualmente los sábados. Se enamoró.
Ella le escribía sobre su escuela y él de sus diseños. ¿Por qué no demostrar que era posible que personas tan distintas podían estar juntos? Esperarían a finalizar ella su carrera y él tener los muebles suficientes para abrir una gran tienda. Casarse.
“JL” la convenció de mantener en secreto su relación. Ella cumplió el acuerdo. Él le enviaba poemas y canciones. Ningún muchacho en la universidad se asemejaba al modelo de hombre que él representaba.
“¡Bájate o vales madres!”. La subieron a una camioneta, le vendaron los ojos y esposaron. Ella pidió hacer una llamada. “¡Pendeja!, ¡No vas de paseo!” Y sintió el primer golpe en el rostro que había experimentado en su vida. Durante dos semanas recibiría muchos más. Fue amarrada a una silla y vendada durante el cautiverio. Le permitían acostarse a ratos en un sucio colchón que, recuerda “N”, olía a orines y comida rancia.
La obligaron a grabar videos pidiendo a sus padres pagar el rescate, mientras era vapuleada y violentada sexualmente. En uno de esos videos le arrancaron cuatro mechones de pelo a tirones. En las golpizas participaba una mujer.
Durante dos semanas la alimentaron con tortillas y agua. No tenía fe en salir viva. Se preparaba para otro tormento cuando escuchó un golpe violento en la puerta; cosas romperse, gritos, un disparo.
Sintió la presencia de alguien a su lado, unas manos la tomaron por los hombros y con voz suave, una mujer le dijo: “Ya terminó, estás a salvo, somos la policía”. Con delicadeza le quitó la venda, le pidió no abrir los ojos hasta pasados un par de minutos. Se abrazaron y rompió en llanto.
El operativo comenzó con el seguimiento a “JL”, quien negociaba el pago. Tras percatarse de la intervención policial, ordenó a sus cómplices asesinar a “N”. El investigador debió tomar una decisión, pues el pago se había realizado y “JL” huía. Lo detuvieron huyendo en el auto de la víctima. Le preguntaron por el paradero de “N”. Se negó. Fue golpeado y, tras minutos de resistirse, confesó y guió a los policías a la casa de seguridad.
Todos fueron detenidos y procesados. Sin embargo, “JL”, respaldado por algunas organizaciones, denunció el maltrato recibido a manos de la policía. Los agentes fueron cesados y también procesados. A la fecha, “JL” clama por su inocencia absoluta, pues, dice, las violaciones a derechos humanos que sufrió, son razón para desestimar los cargos en su contra. Su defensa avanza exitosamente.
“N” salió del país. No entiende que sus salvadores hayan sido despedidos y su verdugo próximo a alcanzar la libertad.
Y tiene razón. No es sencillo entenderlo.
(Continuará)