Los acontecimientos de Bolivia son relevantes para México, y para toda Latinoamérica. No me interesan algunas aristas que pueden ser útiles para la imagen de la política exterior mexicana (tan maltrecha últimamente), como la voluntad de asilar políticos exiliados, Correa y sus correístas; Evo y sus moralistas. Baste mencionar que los países con tradición de asilo político no prejuzgan sobre el asilado, y mucho menos basan la legitimidad de la solicitud en el grado de impopularidad del que huye. Por algo está solicitando asilo.
Me parece mucho más revelador el hecho de que en la región parece estar propagándose un incendio político. En menos de tres meses, Ecuador, Chile, Argentina y ahora Bolivia, están sufriendo convulsiones que apestan a la década de los setenta. Caídas de 50% de la bolsa de valores en un día, indígenas sublevados, metros incendiados por alza de precios y militares sugiriendo a presidentes acusados de fraude por la OEA, dimitir para evitar violencia. Y es que ellos saben de violencia. Cuesta trabajo llevar el registro de los equipos y los marcadores entre tanto desaseo. Como decía Borges de Faulkner, hoy en América Latina nadie sabe lo que pasa, sólo sabe que es terrible.
Lo más interesante del caso boliviano es que constituye un argumento contra la trivialización de la democracia electoral, y en contra también del supuesto poder absoluto que da la democracia sustantiva y el éxito de las políticas de desarrollo. Y es que no lo podemos negar: de acuerdo a las cifras económicas, Evo ha sido quizás el presidente más exitoso en la historia de Bolivia. El crecimiento del PIB, el número de bolivianos que salieron de la pobreza y el IDH de la mayor parte de la población de ese país, desde 2006, han tenido mejoras que por su magnitud parecerían números inventados. No lo son. Y Evo está fuera, y de la peor manera.
Lo anterior admite, al menos, dos interpretaciones. La primera es la vigencia que tiene la teoría de las rising expectations, es decir, la agitación social y el riesgo de una sublevación no está relacionada con el grado de pobreza, o la corrupción, o la inseguridad, sino con el continúo mejoramiento y la repentina percepción popular de que el mejoramiento, en esos rubros, se ha estancado o es insuficiente.
La segunda, más interesante, y más optimista, que la creciente politización de los países de la región ha derivado, también, en su democratización. Es decir, que no basta la economía ni el desarrollo para que el pueblo esté conforme. Hace falta, también, que se respeten las instituciones procedimentales de la democracia y el respeto al voto popular en los comicios. Serio, demostrable. Los destinatarios quieren elegir, no que elijan por ellos, sin importar el carisma ni popularidad de quien decide. Ese no es un mal mensaje.