Columnas
La crisis de desapariciones y violencia exige algo más que discursos institucionales. Requiere voluntad política, sensibilidad social, y una alianza con quienes llevan años buscando a sus desaparecidos. Esa alianza, incómoda para algunos, pudiese ser la piedra angular de una paz duradera. Todo lo anterior debido a que, en medio de la crisis de violencia y desapariciones que atraviesa Jalisco (y buena parte del país), los colectivos sociales han emergido como actores fundamentales en la defensa de los derechos humanos y la búsqueda de justicia. Pese a que muchas veces enfrentan obstáculos, estos grupos saben que el respeto, la tolerancia y la libertad son esenciales para convivir en democracia. Lo que proponen no es caos ni confrontación, sino un orden basado en la ley y en la dignidad de las personas.
Su intervención en la vida pública ha permitido visibilizar problemáticas que el Estado no ha podido —o no ha querido— atender. La participación de estos colectivos puede ser una oportunidad para repensar la relación entre sociedad y gobierno. Si se les incorpora con seriedad al ecosistema institucional, podrían renovarse las agendas públicas, dotarlas de rostro e identidad, y devolver contenido ético a decisiones que muchas veces se toman desde la distancia del escritorio.
El ser parte de un colectivo es comprender al otro, es hablar en plural, es integración, ya que, en su mayoría, las personas directamente afectadas por la violencia estructural establecen lazos que a partir del dolor y la injusticia los convierte en una fuerza moral difícil de ignorar.
Sumado a que, además, su conocimiento detallado de los casos —nombres, fechas, territorios, hasta domicilios precisos con sus contextos— les permite hacer investigaciones independientes que complementan, y muchas veces superan, el trabajo de las autoridades. Pero su valor no termina ahí. La organización colectiva genera redes de apoyo que, bien orientadas, pueden fortalecer la gobernabilidad. Es decir, ayudan a que el Estado tome decisiones más efectivas y legítimas. Para que este potencial se concrete, es necesario contar con presupuesto etiquetado para tal agenda, instituciones fuertes muy comprometidas, leyes claras y una voluntad política real de escuchar a la ciudadanía.
Si no se construye una agenda orientada a reconocer y fortalecer estas capacidades, se corre el riesgo de agudizar la crisis de representación, alimentar el descontento social y abrir la puerta a liderazgos autoritarios que prometen orden a costa de los derechos. Por eso, las políticas de gobernabilidad del presente deben tener claro que la democracia no se reduce al voto ni a la administración técnica del poder. También se construye desde abajo, con la participación activa de quienes, pese al dolor, siguen luchando por verdad, justicia y dignidad.
Ahora bien, es sabido que sin agendas claras de gobernabilidad inclusiva y sin políticas públicas que apuesten por el diálogo y la reparación el riesgo es muy claro: más violencia, por tanto, escuchar a los colectivos no es una concesión. Es una condición para que la democracia tenga sentido. Al tiempo.
Dr. Magdiel Gómez Muñiz Colaborador de Integridad Ciudadana, Profesor Investigador de la Universidad de Guadalajara @magdielgmg @Integridad_AC