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De acuerdo con la objeción contramayoritaria, en razón de que la ley surge de un órgano electo periódica y directamente por el pueblo mediante el sufragio, no debe ser anulada por un órgano que no es conformado de esta manera. Los exponentes de esta objeción sostienen que en un sistema tradicional de división de poderes, en el cual el parlamento es la esencia de la formación estatal del Estado, la existencia del tribunal constitucional altera el equilibrio de poderes, limita la soberanía de la mayoría popular e interfiere en las competencias del Poder Legislativo, sin que tenga legitimación democrática para hacerlo.
En el México envuelto en el actual proceso electoral, esta idea está cobrando cada vez más fuerza para sostener 2 posturas fundamentales respecto del Poder Judicial de la Federación. La primera es de tipo orgánica y postula que la designación de juzgadores federales, incluidos ministras y ministros de la Suprema Corte de Justicia sea realizada mediante elección popular. La segunda se refiere a una renovada autocontención que se exige al alto tribunal al momento de revisar normas generales dictadas por órganos legislativos, concepto que sugiere una deferencia reforzada al legislativo y la imposibilidad de declarar la invalidez de disposiciones legales, aun cuando hayan surgido de un procedimiento viciado en el que las mayorías violaron la participación de las minorías.
¿Qué podemos decir ante estas posturas? En primer término, que la Constitución del Estado democrático dispone un nuevo concepto de legitimación, una legitimación originada en el pueblo, por lo que todo poder constituido -incluido el legislativo- es poder prestado. Esta idea refleja la existencia de 2 momentos en la toma de decisiones políticas, el primero, se da cuando se funda o renueva el Estado -al que podemos denominar momento constitucional- en el que el Poder Constituyente o Reformador, en nombre del pueblo, describe y proyecta los valores políticos y principios jurídicos que informan la estructura estatal y el marco en el que se desenvolverá la actividad de sus agentes y, el segundo, comprende las determinaciones que los distintos poderes constituidos toman cotidianamente en el ejercicio del poder -a los que podemos denominar momentos ordinarios-.
En segundo lugar, que de ese dualismo democrático surge la noción de que los elegidos por el pueblo para expedir las leyes no necesariamente representan de manera puntual a la ciudadanía, sino que con mayor frecuencia de la deseada generan intereses propios y diferentes a los del electorado, lo cual les conduce a dejar fuera de la agenda las auténticas demandas y necesidades sociales. Cuando este fenómeno es intenso, se corre el riesgo de instaurar una tiranía de la mayoría.
Frente a estas posibilidades, la jurisdicción constitucional cumple una labor de garantía de la democracia continua, situándose en un punto de intersección entre los ámbitos del pueblo y sus representantes, pues actuando con apoyo en las disposiciones de la Constitución -expresión suprema de la soberanía popular-hace prevalecer los derechos humanos y el principio democrático, asegurando que la voluntad popular permanezca sobre la voluntad representativa.
Debemos entender que el tribunal constitucional no es un órgano superior al Poder Legislativo o a cualquier otro órgano del Estado, sino que su facultad de anulación de las leyes busca mantener el sistema que el pueblo soberano ha establecido en la Constitución, lo cual equilibra la voluntad del interés mayoritario y las decisiones del pueblo, quien habla a través de la norma suprema.