En el transcurso de una generación, que es la que recorre los años de 1975 a nuestro presente, el mundo ha sufrido transformaciones históricas de magnitud considerable distribuidas en diversidad de planos de configuración, y de manera particular en los de la economía, la política y la ideología, incrustadas a su vez en una dinámica de revolución tecnológica que ha terminado por modificar radicalmente nuestra forma de entender y procesar las relaciones sociales, la comunicación, el trabajo, la economía, la producción, la participación política, la función del gobierno y, en definitiva, la mecánica general del Estado moderno.
Todos estos planos habían estado encuadrados, y de alguna manera estabilizados, dentro del marco geopolítico de la Guerra Fría (Sistema de Bretton Woods, OTAN), atenazados por ejes de polarización (capitalismo-socialismo, laicismo-confesionalismo, izquierda-derecha, fascismo-democracia, liberalismo-autoritarismo, público-privado, Estado-mercado) que, incluso en sus líneas de tensión, o más bien en función de ellas, conferían una coherencia dialéctica a la dinámica multifactorial del mundo contemporáneo.
Con la caída de la Unión Soviética, que era uno de los polos geopolíticos de estabilización en el sentido dicho, el marco general de la Guerra Fría se desmorona, invirtiendo tendencias, reorganizando planos y prioridades, y produciendo una desestabilización general a la que se le quiso dar orden y justificación mediante el concepto de Globalización: no era el caos o el desorden, sino la globalización en marcha como proceso que se presentaba como una última fase –que habría de ser tenida como “el fin de la historia”- de un Progreso indefinido.
La primera mitad de ese ciclo generacional, 1975-1995, supuso el agotamiento de la matriz económico-política del Estado nacional de bienestar de postguerra, que en Europa occidental adquiere la morfología de sistemas de gestión socialdemócrata de economía keynesiana, con una importante incidencia de los gobiernos en la marcha de la economía a través de la propiedad y administración de empresas nacionales distribuidas en sectores estratégicos de la producción (industria pesada, telecomunicaciones, energía), articulados con esquemas de concertación capital-trabajo con una fuerte participación de los sectores y movimientos obreros en la ecuación del Estado.
En América Latina, esa morfología adquiere los perfiles del nacionalismo revolucionario (cardenismo en México, peronismo en Argentina, varguismo en Brasil), que en México se consolida como matriz dentro de la que se despliegan proyectos de desarrollo estabilizador y de industrialización mediante sustitución de importaciones en un esquema general de capitalismo nacionalista.
Pero tres acontecimientos de alta implicación económica y geopolítica tienen lugar durante ese período, y alteran de manera drástica los equilibrios en cuestión: por un lado, tiene lugar la crisis de los precios del petróleo de 1973, disparando una dinámica inflacionaria sin precedentes anclada al aumento de los costos de producción a escala global, sometiendo a una muy alta presión a los gobiernos occidentales, que comenzaron a tener desbalances fiscales que terminarían por hacer inviable sus programas de gasto y bienestar.
Por otro lado, tiene lugar la apertura de China al mundo (encuentro de Nixon y Mao en 1972), impulsada por los propios Estados Unidos en una estrategia tendente a debilitar, al interior del bloque comunista mundial, la posición de la Unión Soviética. Esta apertura china, acelerada por las reformas de Deng Xiaoping (el Giro de Timón) tras la muerte de Mao, estaba llamada a encaminarla en una ruta de crecimiento y expansión económica y militar que la posiciona hoy como la única gran potencia antagonista de los Estados Unidos.
Continuará.