Nuestro régimen democrático cuenta apenas con 26 años de efectiva operación, situando su surgimiento en 1997, cuando el PRI perdió como partido hegemónico la mayoría en la Cámara de Diputados. De 1997 al 2023 hemos avanzado hacia el desarrollo de nuestro sistema democrático representativo, sin embargo, estamos lejos del cambio constitucional que nuestra norma suprema prometió en 1917.
A pesar de su contenido de vanguardia en materia de derechos sociales y prestacionales; de haberse decantado por un régimen repúblicano de separación de poderes; de establecer un modelo democrático-representativo para acceder a los encargos públicos; de refrendar su compromiso con los derechos de corte liberal -entonces denominados garantías individuales-, y del establecimiento de un medio de control para su protección -juicio de amparo-, las constantes mutaciones constitucionales y las victorias y predominancia del dominio político sobre el deber ser jurídico, han impedido que nuestra Constitución vea realizada la materialización del gran cambio constitucional, político y social que necesitamos.
Pero ¿Cómo llegamos a este declive constitucional? Nuestro régimen político de dominación sigue sectorizado y ha ido agregando a nuevos grupos de interés. Hoy tenemos a grupos legítimos, tales como: campesinos, maestros, obreros, sindicatos, medios de comunicación, plataformas y redes de internet, servidores públicos, militares, profesionistas, empresarios, comerciantes, estudiantes, minorías sociales, organizaciones de la sociedad civil e iglesias; pero también a otro conjunto de grupos que actúan fuera de la legitimidad constitucional y cuyas actividades son abiertamente contrarias a nuestros pactos de convivencia: cárteles de drogas, bandas y grupos delincuenciales bien organizados.
Lo que sucede en nuestro sistema constitucional es que tanto quienes se mueven en la posibilidad institucional de la Constitución, como quienes lo hacen al margen de ella, son proclives a sobrepasar los límites establecidos en ésta, porque han encontrado que es mucho más benéfico hacerlo así, pues ello les asegura la obtención o conservación de empleos, plazas, tierras, negocios, créditos, propiedades, programas sociales, concesiones, permisos, contratos, licencias, condonaciones de impuestos, impunidad y ganancias millonarias lícitas o ilícitas, todo lo cual impide que surjan incentivos potentes para actuar conforme a los acuerdos constitucionales.
Estamos ante una realidad demoledora, casi la totalidad de los sectores sociales no tienen incentivo para respetar la Constitución, porque ésta consagra pactos formales que exigen la toma de decisiones que, de seguirse al pie de la letra, impediría a todos estos conglomerados alcanzar los beneficios de los que gozan en la irregularidad.
En la vida real, estos grupos construyen comportamientos paralelos con incentivos y finalidades distintas que se mueven en direcciones complejas y a veces contrapuestas, aunque siempre en sentido contrario de lo que ordena nuestra Constitución.
Respecto del ámbito político, México vive una etapa ácida de decisionismo político, lo que significa que el gobierno de la República busca que su ideología, proyectos, planes y políticas públicas se concreten rápidamente y sin que ningún otro órgano autónomo o poder pueda revisar, modificar u obstaculizar esa realización, y aun cuando ello no encaje en las opciones que nuestra Constitución prevé, a la que tiene tiempo mirándola como un obstáculo que impide la concretización de la visión del grupo en el poder.
El declive constitucional solamente podrá ser revertido mediante una urgente reconstrucción de nuestros pactos sociales y políticos. Necesitamos disolver los fenómenos sociales y políticos no institucionalizados que dan la espalda a la Constitución, y construir otros dentro del marco institucional que ésta permite, y en ese camino ya vamos tarde, lento y mal.