En los primeros días de julio de 1895, el señor Julio Limantour, hijo del ministro de hacienda del régimen de Porfirio Díaz, José Y. Limantour, circuló por las principales calles de la capital: Bucareli, Reforma, Juárez y Plateros (hoy Madero), a bordo de un “carruaje automóvil” propulsado por baterías eléctricas. El vehículo, traído desde Francia a un enorme costo, rodando a una velocidad de 20 kilómetros por hora, causó estupor y asombro entre los paseantes que lo seguían a caballo o carruaje para verlo de cerca.
Muy poco tiempo después, el señor Buck, para no ser menos, hizo traer un Dalton eléctrico, que al igual que el del junior Limantour levantó la admiración y fue recordado por muchos años. En los meses siguientes sólo esos dos automóviles recorrieron las calles de la ciudad y sus alrededores, pero a principios de 1896 llegó un tercero, también francés, adquirido por el señor De Teresa y otros más, hasta sumar una treintena, todos pertenecientes a la crema y nata de la sociedad porfiriana, que de esa manera hacía ostentación de su riqueza y adquiría mayor prestigio, puesto que de ninguna manera ganaba en rapidez o comodidad. El automovilista necesitaba un traje especial para desafiar con mediano éxito a los fríos y rigores de la intemperie; sacrificaba su tiempo al tener que marchar a velocidades reducidas, 20 km/h en el mejor de los casos y “atormentaba sus nervios en numerosos conatos de accidentes”, dado que no era nada fácil su manejo y la pericia necesaria tardaba un buen tiempo en desarrollarse.
A la sazón aún competían por la supremacía las máquinas a vapor, eléctricas y a gasolina, pero hacia finales del siglo diecinueve el auto a gasolina iba ganando la batalla, porque el mecanismo de sus contrapartes era sumamente complicado, de tan difícil manejo, que los propietarios de los vehículos debían viajar acompañados por un mecánico experto llamado “chauffeur”, quien se encargaba de accionar las palancas, llaves y artilugios que hacían andar el armatoste. Aquellos que no contaban con los servicios de un “chauffeur” se exponían a sufrir accidentes. En los albores del siglo veinte los automóviles impulsados por motor de combustión interna habían sustituido casi en su totalidad a los otros sistemas y aunque también eran complejos, amén de ruidosos y malolientes, resultaban, sin embargo, más confiables y tenían mejores prestaciones que aquellos. Por cierto, el primer automóvil a gasolina en México fue diseñado y construido aquí, pero esa es otra historia.
Según los conteos realizados por las autoridades, en la capital circulaban, en 1906, exactamente 860 automóviles de las más diversas marcas y características, los cuales importaban la nada despreciable cantidad de cuatro millones de pesos que habían sido pagados en muchos casos por anticipado, cuyos precios fluctuaban enormemente, desde 3,000 pesos por un Cadillac (marca entonces económica), hasta poderosos Limousin de gran turismo por la friolera de 28,000 pesos.
Los automovilistas se reunían para marchar en procesión por paseo de la Reforma hasta Chapultepec, Tacubaya, Mixcoac, San Ángel y Xochimilco, poblaciones que estaban fuera de la ciudad; pavoneándose ataviados con sus trajes especiales e intentando ser el centro de las miradas de los curiosos. Para ese momento las prestaciones de los autos habían mejorado notablemente. Resultaba un colorido y agradable espectáculo verlos marchar ruidosamente envueltos en una nube de polvo y humo.
Sin embargo, esta actividad pronto fue insuficiente para satisfacer el ánimo aventurero de los incipientes pilotos, quienes comenzaron a buscar emociones más fuertes que un simple paseo de corta duración, cuyo mayor riesgo era mojarse, si acaso llovía. Hacía falta algo más que le diera cause al espíritu competitivo. Se dieron los primeros duelos espontáneos entre automovilistas para ver cual de ellos era el más hábil y qué máquina era la más poderosa. Así lo describió el periódico “El Imparcial”: “La manía -llamémosla así- [escribió el autor de la nota] de la velocidad se manifiesta de una manera más patente cuando dos automovilistas se encuentran marchando en la misma dirección. Entonces, invariablemente, se entabla la competencia; ambos ‘chauffeurs’ se sienten hostigados, impulsados a dar la mayor velocidad posible, a aventajar a su competidor y dejarlo atrás. No hay expresión de triunfo mejor retratada en rostro humano que la que se ve en el ‘chauffeur’ que ha logrado alcanzar y dejar atrás a su competidor”.
El espíritu de competencia cundió en todas las ciudades del país, grandes y pequeñas, y si bien aún no había carreras formales, ello ocurriría muy pronto. Continuará el próximo jueves…