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No importa que utilicen dichos, que se expresen con lenguaje coloquial o que aparenten ser relajados, en México no hay forma de que ningún político deje de lado la solemnidad. Pero es una solemnidad cortesana —construida con el paso de los sexenios y que funcionó bajo el viejo sistema político—, como si la aprobación o desaprobación de un funcionario dependiera de un lenguaje retórico, siempre hueco, pero eso sí, muy solemne, que termina por escucharse como la más pura expresión de la lambisconería.
▶ “Sí, señor presidente”, “el señor presidente”, “el ciudadano presidente de la República”, “Honorable Congreso de la Unión” —¿honorable? se vale reír—, y así decenas de fórmulas rimbombantes que no logran encontrar empatía en la sociedad.
Los presidentes tampoco han sido capaces de relajarse y dejar de ser solemnes; nadie podría afirmar que una de las características de nuestros presidentes, digamos de Salinas de Gortari a López Obrador es su sentido del humor. Es cierto, algunos como Fox o nuestro actual amado líder pretenden ser muy coloquiales, al más puro estilo “miren, yo sí hablo como el pueblo”, y utilizan dichos, refranes o términos del habla cotidiana, pero aun así, no logran desmarcarse de la solemnidad. Fox impuso la moda de hablar coloquialmente, pero nunca se escuchó verosímil, ni siquiera con sus “tepocatas, alimañas y víboras prietas”.
“No traigo cash” (Zedillo); “¿Y yo por qué?” (Fox); “Haiga sido como haiga sido” (Calderón); “No soy la señora de la casa” (Peña Nieto) —frases que hicieron célebres los expresidentes, pasaron a la historia no por su profundidad sino por su humorismo involuntario dichas de manera solemne.
Lo mismo ocurrió con el famoso “me canso ganso” que pronunció el Presidente durante el discurso de su toma de posesión; se hizo célebre porque lo dijo con toda solemnidad y ¿cuál fue la respuesta de los diputados y senadores de Morena? el aplauso y la ovación —el cortesanismo no desapareció con la 4T—, como si el amado líder les hubiera revelado todos los secretos del universo.
Cargamos con la solemnidad a flor de piel. Somos una sociedad que se construyó bajo ese esquema, que fue educada de esa forma, por eso a mucha gente le incomoda que los llamados héroes de la patria puedan ser tratados como seres mortales, comunes y corrientes, pues nos enseñaron que los grandes protagonistas de la historia siempre hablaban como si sus palabras fueran a quedar grabados con letras de oro para la posteridad.
Bajo esta lógica no era imposible imaginar a los héroes mirando al horizonte en un amanecer o un atardecer espléndido, hablando con voz grave, con el ojo de Remi por la emoción del momento histórico y haciendo ademanes cada vez que tenían que decir algo, porque los sabemos bien: nuestro héroes no hablaban, pontificaban.
Si no hubieran sido salpicados por la solemnidad de la historia oficial, seguramente nuestros héroes habrían sido así. Aquella noche del 14 al 15 de julio de 1867, cuando don Benito estaba por hacer su entrada triunfal a la Ciudad de México tras derrotar al imperio de Max, se sentó a preparar su discurso y escribió: “y si se atreven a invadirnos de nuevo van a ir a chingar a su madre”. Pero su secretario, ni tardo ni perezoso lo contuvo: “Señor presidente, usted no puede decir eso”, y entonces Juárez respondió: “Está bien, está bien. ‘El respeto al derecho ajeno, es la paz’”.
O qué tal Ignacio Zaragoza eufórico por la victoria del 5 de mayo de 1862:
— “Teniente, mande de inmediato este telegrama: “señor presidente, nos chingamos a los pinches franchutes”. — “Pero mi general, no puede enviar eso”. — “De acuerdo, entonces ponga: ‘Las armas nacionales se han cubierto de gloria’”.
O qué tal Madero, encabronado por la imposición del candidato oficial en Coahuila en las elecciones locales de 1905, diciendo: — “Ni un puto fraude más”. —Oiga don Panchito, creo que se está excediendo”.
—“Está bien, de ahora en adelante diré ‘sufragio efectivo, no reelección’”.
Deberíamos desterrar la solemnidad, esa es otra forma de ser verdaderamente libres.