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Carlos Fuentes: el polemista ateo

Carlos Fuentes: el polemista ateo

Columnas miércoles 13 de noviembre de 2019 -

Carlos Fuentes (1928-2012) —además de protagonizar amplias discusiones sobre literatura, música, historia, arte precolombino, cine y política— fue un hombre que aseguró creer en el diablo porque, al igual que André Gide, pensaba que “no creer en él es darle todas las oportunidades”.
Enemigo de los totalitarismos y simpatizante desencantado del comunismo, el escritor mexicano dijo que el nazismo se había derrumbado “como un espantoso dragón herido” y que el comunismo soviético terminó por “arrastrarse a la muerte como un gusano enfermo”. Al escritor mexicano le gustaban las metáforas apocalípticas que, desde pequeño, extrajo de la obra de autores como Walt Whitman, Rimbaud, Darío y Neruda.
De hecho, en 1961, cuando Fuentes escuchó por primera vez a Neruda, quien se encontraba leyendo un poemario junto al mar, le pareció que la voz del poeta chileno “y la del océano parecían fundirse en una sola, vasta y anónima… como si el séptimo día de la creación americana tanto Dios como el diablo se hubiesen cansado y entonces Pablo Neruda tomó la palabra y bautizó todas las cosas”.
Fuentes, asaz lector de las sagas judías y evangélicas, concedió más valor a las descripciones del autor de Residencia en la Tierra que a las narraciones que había encontrado en la Biblia. Le pareció inaudito que en aquellos libros —“confeccionados a base de generalidades y lugares comunes”— estuvieran ausentes el cacao, los búfalos, las iguanas y los quetzales.
Fuentes pensaba, con Nietzsche que Dios había muerto. Pero a diferencia de lo que el filósofo de Weimar creía, el autor de Cristóbal Nonato afirmaba que no lo habían matado “los ateos ilustrados, sino una banda de vagabundos que, contra toda evidencia, están esperando a Godot”, aludiendo a la célebre obra del poeta y dramaturgo irlandés Samuel Beckett.
Fuentes, “el irreligioso”, como definió a Jaime Ceballos, protagonista de la novela Las buenas conciencias ⎼y que justo este 2019 cumple 60 años de haber sido publicada (1959)⎼ aseguró que creer en un Dios era un gesto anacrónico: “Es como creer, antes de Copérnico, que el Sol gira alrededor de la Tierra”.
Pero si el joven Carlos Fuentes ⎼como él mismo llegó a confesar en Esto creo, un apurado libro de ensayos novelados⎼ tuvo un pequeño lapso en su juventud en que, como Ceballos, se debatió entre la moral cristiana y las pulsiones físicas propias de ardorosa mocedad; entre el pequeño mundillo semiletrado donde pasó su adolescencia y el vasto horizonte que le imponía su conciencia intelectual, el viejo Carlos Fuentes, ya completamente desencantado “del éxito y la oquedad de la fama”, una década antes de su muerte, decidió ser más enfático con su ateísmo: “Se me ocurre que a Dios no le gusta la literatura, porque la literatura le arrebata a Dios tanto el Cielo como el Infierno. Por eso Dios nunca escribe. Le encarga a sus ̔negros̕, a sus ghost writers, que lo hagan por Él. Dios nunca escribe. Sólo dice. Es un orador. Un jilguero”.
No fueron las únicas reflexiones polémicas que defendió. Fuentes, hombre de vasta cultura y elocuencia fulminante, solía esgrimir juicios perturbadores que pocos eran capaces de impugnar. En sus libros y en sus conferencias, dejaba escapar siempre un buen torrente de críticas: “niego dos políticas: la de avestruz que esconde la cabeza en la arena. Y la del toro que entra a destruirlo todo en la cristalería”; o “decepciona un Estado obsoleto que resulta vigente para rescatar a bancos quebrados, a financieros fraudulentos y a industrias bélicas mimadas”.
El destacado cuentista desconfiaba del pueblo bueno y de las agrupaciones que, supuestamente, se arracimaban para salvaguardar a la naturaleza. Amonestaba duramente a las congregaciones y a las colectividades: “Pronto no habrá quien defienda los bosques y los parques, un día se perderá todo sentido de la comunidad —curiosamente, en nombre de la comunidad—.”
Quienes lo describen como un personaje seducido —y deslumbrado— por la globalización, pretenden desconocer que el novelista también fue uno de los críticos más impetuosos de este proceso: “la cultura global se convierte en un desfile de modas, en una pantalla gigante, un estruendo estereofónico, una existencia de papel couché. Nos convierte en lo que C. Wright Mills llamó ̔Robots alegres̕”.
Fuentes —quien pensaba que la política era más que un episodio electoral— aborrecía a los actores políticos que, “ondeando las banderas de la solidaridad”, se dedicaban a “lucir los harapos del provecho propio”. Como a todo demócrata, le preocupaba el regreso de los peores signos del fascismo: “la xenofobia, la discriminación racial, el fundamentalismo político y religioso y la persecución del trabajador migratorio”.
En La nueva novela hispanoamericana, Fuentes explicaba que “no hay innovación sin tradición” y agregaba que “hay que ser provechosamente locales para ser fructuosamente universales”. De ahí que en su obra resuenen voces tan disímiles como las de Homero, Virgilio, Quevedo, Borges y Dos Passos, pero también se escuchen los ecos de Azuela, Rulfo y Martín Luis Guzmán.
Dardo Moratto, uno de los personajes de La región más transparente, afirma, exponiendo el credo de Fuentes, que “no hay un pasado vivo sin nueva creación. Y no hay creación sin un pasado que la informe y la ocasione”.
Revisando atentamente la obra del autor de Zona Sagrada percibiremos que los cuatro autores que más influenciaron su quehacer literario fueron Cervantes, Balzac, Faulkner y Alfonso Reyes. Y lo que más le atrajo de Balzac fue justo que “sus personajes son ambiciosos trepadores pero también los derrotados y humillados”. Y Faulkner le interesaba porque “disiente del optimismo fundador del Sueño americano para decirle a sus compatriotas: también nosotros podemos fracasar. También nosotros podemos portar la cruz de la tragedia. Esa cruz lleva el nombre de racismo”. Cervantes, en quien Fuentes acusaba una marcada influencia erasmista, lo sedujo porque desarrollaba tres temas que también lo sugestionaban: “la dualidad de la verdad, la ilusión de las apariencias y el elogio de la locura”.
Con Alfonso Reyes, quien lo acompañó durante sus primeras incursiones literarias, compartió la idea de que “la literatura no es sólo reflejo sino construcción de la realidad”.
Viajero inagotable, ateo, orador de poderosa elocuencia y personaje ilustradísimo, Carlos Fuentes, no arrastró su erudición como un fardo o una expiación. Al contrario: gozó de ella como quien disfrutaba de una prodigiosa y espléndida cornucopia que le ayudó a pensar e imaginar el mundo. “La imaginación —como apuntó la escritora brasileira Nélida Piñón— fue su pasaporte”.
El autor de Terra nostra no fue un hombre de ideas fijas. Dueño de una facundia inagotable, poseía la enorme —y asombrosa— capacidad para suplir y transformar su alegato. Más que visionario fue una suerte de Proteo, capaz de transfigurarse en león, serpiente, leopardo, cerdo, e incluso agua o árbol, si sus opiniones así lo requerían.
Su vasta obra, de La región más transparente a Federico en su balcón, combinó distintos tiempos e idiomas dentro y fuera del español. Octavio Paz ⎼que durante más de la mitad de su vida fue su amigo, antes de que Enrique Krauze se encargara de distanciarlos⎼ lo describió como “un combatiente en las fronteras del lenguaje, un explorador de sus límites”.
Al igual que Julio Cortázar, Fuentes fue un autor de pretensiones universales. Nuevamente Octavio Paz, en La máscara y la transparencia, un texto que el poeta escribió para destacar los méritos de Fuentes, y cuando aún no se atravesaba entre ambos autores la “ambiciosa cucaracha” de la enemistad, apuntó: “Por su cosmopolitismo, Fuentes podría parecerse a Cortázar, el más lúcido y radical, valga la contradicción de nuestros desarraigados”.
Viajero insaciable y escritor voraz, Carlos Fuentes describió paisajes y retrató el cuerpo interior de los personajes. Hoy, apenas cabe decirlo, nos legó una obra prolífica: novelas, cuentos, ensayos, discursos, semblanzas, guiones cinematográficos, libretos de teatro y de ópera. Y es que a la prodigiosa memoria de este hombre cosmopolita, como a Terencio, nada humano parecía serle ajeno.







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